Acaba el verano y a una le cae la melancolía. Y conste que lo prefiero, porque la otra opción es que me caiga el baile de san Vito. Me refiero a ese frenesí mezcla de sentido de culpabilidad con toques de arrebato común por estas fechas que nos hace entrar en hiperactividad y comenzar dietas milagro, apuntarnos a clases de inglés o coleccionar cosas absurdas como dedales o cupcakes. Prefiero pues la melancolía, y en especial la que me produce un fenómeno espontáneo que empezó tímidamente sin que nadie, al menos que yo sepa, haya hablado de él a pesar de ser ya muy frecuente. Septiembre para mí es el mes perfecto para hablarles de la impresión que me producen esos ramos de flores que pueden encontrarse en la carretera a veces atados a un árbol y otras a modo de improvisado altar al borde del camino. Unos tienen velas, algunos, una secreta carta; muchos de ellos, fotos en las que puede verse casi siempre a un joven sonriendo feliz ante un destino que ni él ni los suyos podían imaginar. ¿Quién los levanta y sobre todo quién los cuida? Es emocionante ver cómo, en lugares recios y traidores, personas que han perdido a un ser querido contra la implacable masa de una columna de cemento, un semáforo o el pretil de un puente eligen ese mismo sitio para hacerle un pequeño homenaje: señalar con flores el lugar en que esa vida se quebró para siempre.
Quien más quien menos, todos estamos acostumbrados a ver en la carretera testimonios similares, pero hasta ahora la ternura no había llegado a las urbes. En un escenario apresurado y de belleza prefabricada como son nuestras ciudades, uno espera encontrarse con grafitis, vandalismo, negligencia, protestas... cualquier cosa antes que flores; por eso conmueve y a la vez azora ver nacer rasgos espontáneos de amor como este. Comprobarán ustedes que las flores que marcan el lugar de un estúpido accidente jamás podrían competir en belleza con las petunias y tulipanes made in Holland que eligen nuestros alcaldes para alegrarnos la vista en la vía pública. Estas ofrendas son demasiado frágiles; algunas, muy humildes; no pocas de ellas, solo de plástico, pero tienen una hermosura incomparable. Quienquiera que se ocupe de reponerlas cuando el hollín y la mugre de la ciudad acaban por convertirlas en espantajos no aspira desde luego a ganar ningún concurso botánico. Aspira solo a dejar ahí, en medio del tráfico indiferente, el recuerdo de alguien que se fue a destiempo, quién sabe si roto el cuello o hundido el cráneo en un accidente de esos que los periódicos consignan tan solo con un número, como una estadística más de las tantas que miden nuestras vidas.
Pero ahí están los ramos, son cada vez más frecuentes, y espero que la autoridad tenga la benevolencia de no erradicarlos un día tachándolos de «objetos extraños en la vía pública». Es cierto que ya existen los cementerios para honrar a los muertos y las calles sirven para otro propósito que no es precisamente el de florero espontáneo. Pero, frente a la indiferencia, la prisa y la desgana que acompaña nuestros pasos cada día, su presencia parece una promesa: «No te olvidaré y nunca te faltarán flores» parecen decir esos ramos adornados con cintas azules, rojas, verdes y amarillas, pero, si se fijan ustedes, jamás negras en señal de luto. Y mientras las cintas de colores invitan a adivinar la edad de la persona a la que sirven de homenaje, esas flores a las que abrazan elevan sus corolas por encima del tráfico desde el punto mismo en que se produjo el accidente como señal de respeto, pero también de aviso evidente para quien quiera verlo.
Y mientras tanto, el resto de nosotros, automovilistas apresurados que nunca pensamos que la muerte puede esperarnos en una columna o en un pretil y mucho menos en el poste de un semáforo urbano porque nos creemos, cómo no, inmortales, sonreímos. Al menos yo sonrío, no porque ignore su aviso, sino porque me emociona comprobar que todavía existen verdaderos románticos en mi loca ciudad.
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